Una anécdota maravillosa, no sólo por su valor histórico, sino que formó parte de un concurso propiciado por la Revista Aprendizaje Hoy.
“LE VENGO A APRENDER LA LETRA”
Mezcla de anécdota con uno de mis primeros
grandes aprendizajes fue eso que me pasó en los inicios de mi carrera como
psicopedagoga.
Comencé ejerciendo en el gabinete
psicopedagógico (así se llamaba por aquel entonces) de una escuela de González
Catán, en el km 32 de la ruta 3, hace poco menos de 40 años atrás. Para llegar
a la escuela debía caminar 15 cuadras de tierra. Al poco tiempo sabía de los
estragos de la lluvia y de los perros del lugar que, por suerte, me conocían,
pero nunca olvidaré cuando me corrió un ganso. Me sentí realmente ridícula.
Trabajaba con una Asistente Educacional y una
Asistente Social. Mi cargo era el de Maestra Recuperadora. Por lo tanto, debía
trabajar con aquellos niños que presentaban “atraso” o no aprendían como los
demás de su mismo grado. Conformaba pequeños grupos de aprendizaje y trabajaba
sobre los contenidos de lengua específicamente.
El lugar físico del “gabinete” podemos
imaginarlo: teníamos que atravesar el gran patio hasta llegar a ese pequeño
cuartito que con algún esmero acondicionamos para nuestro bienestar, limpiando
y corriendo pupitres rotos. Bien aislado, el “resto” de la escuela podía estar
tranquilo, las del gabinete albergaban allí a “los que no aprenden y se portan
mal”.
Es así como ese día el
grupo de 2° grado atravesó el patio, entraron al cuartito y comenzamos con la
tarea. Al rato golpean la puerta, abro y descubro a ese chiquito de
guardapolvo, bien morocho, ojos enormes y con una sonrisa de felicidad enorme,
ajeno totalmente a esa representación social absurda que significaba ser
“derivado a gabinete”
Entonces, le pregunto a modo de juego: - ¿para
qué venís acá? A lo que me responde: - “le
vengo a aprender la letra”.
Él venía a aprender para mi felicidad y
consuelo. Si reproducía las letras con cuidado y esmero era para mantenerme
contenta. Parecía que aprender era algo para otros, no para él, como si nada
tuviese que ver con su persona, como si no le perteneciera.
Entonces, claro, no se trataba sólo de devolver
el placer por aprender sino devolver aquello que no era mío: su propio
aprendizaje. La capacidad de “apropiarse” del saber como derecho de toda
persona, no estaba instalado entre las pertenencias de este gracioso alumnito.
Después, recién después pudimos trabajar las
ventajas de aprender a leer y a escribir para Martín. Antes fue menester
confrontarlo con sus derechos y posibilidades.
Intento tener presente desde aquel día, lo
importante que es para los demás: no quedarme con lo que no es mío.
Lic. Marité Sarthe
Universidad del Salvador